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La eterna ambición por la ventanilla

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Saliendo del AICM rumbo a Yucatán, descubrí con hondo desagrado que me tocaba un asiento de pasillo, y que todos los lugares privilegiados con ventanillas estaban ocupados. Mi molestia se hizo mayor mientras contemplaba como el Airbus hacía una marcada vuelta alrededor de los Volcanes, los cuales sólo podía contemplar a través de una rendija de ventana que no estaba cubierta por la cabezota de mi compañero de viaje. Porca miseria! La única ventaja que obtuve fue tiempo para darle un bajón al libro de Paul Auster que traía entre manos.

Al día siguiente, mientras nuestro aparato esperaba a ser reparado en la plataforma del aeropuerto meridiano, estuve bastante inquieto, esperando a que se cerrara la puerta del pasaje y luego cambiando de lugar en varias ocasiones, hasta encontrar la ventanilla que me diera la mejor perspectiva sobre la travesía que ibamos a emprender. El sobrecargo me miraba con condescendencia, diciendome a través de su ojillos "pobre naquito, nunca se ha subido a un avión, y quiere ir asomado todo el viaje". Me importó muy poco, y valió la pena el pequeño esfuerzo: la vista de la pennínsula de Yucatán desde el aire es hermosa, y destaca su peculiar carencia de accidentes geográficos: es completamente plana hasta donde la vista alcanza.

He tenido la oportunidad de viajar en avión en muchas ocasiones; además, desde niño he amado y estudiado a fondo el mundo de la aviación, tanto militar como civil: no hay aspecto alguno de los materiales, procedimientos o personal involucrado en el milagro del vuelo propulsado que me sorprenda. Y sin embargo, quiero que me toque ventanilla en cada ocasión.

Interesante fenómeno psicológico este fetiche por las ventanas: quizás derive de mi curiosidad innata, la cual me atosiga desde chico: cuando en vacaciones me tocaba mi tradicional viaje en autobús al terruño, siempre quería ir pegado a la ventanilla, contemplando el paisaje, aunque lo conociera a la perfección, tratando de descubrir imágenes nuevas, aún sobre el lienzo ya antes visto. Y este interes perdura en cada viaje terrestre que realizo, pues también trato de obtener siempre ventanilla en el autobús, cuantimás si se trata de un recorrido por un territorio nuevo o un camino inexplorado. Aún en el automovil, como pasajero, donde la visibilidad exterior está garantizada, hago esfuerzos para no dormirme mientras recorro un rumbo inexplorado, pues de otro modo me puedo perder de la pequeña sorpresa que me aguarda tras la siguiente curva o recodo.

Pero hay más: cuando mi vuelo llegaba a su fin, pude contemplar la inmensidad de la Cd. de México desde el áire, por una ruta de espera interesante que giraba sobre el norte del Valle y descendía sobre Chapultepec. La vista, a la hora del crepúsculo, era reveladora: en vuelo, más allá que sólo pegado a la ventanilla de un autobus, se puede observar la genuina dimensión de muchas cosas: contrucciones, vehículos, relieve del terreno, y así, aún empequeñecidas por la distancia, se nos revelan en su verdadera forma, en su característica tridimensional: la grandeza de cada objeto queda perfectamente mesurada y comparada frente a nuestros ojos: nada puede vencer o superar a este privilegiado punto de vista.

Los que nos decimos adultos debemos de envidiar a los pequeños su capacidad natural para sorprenderse de cada cosa nueva: ellos no dan el mundo por sentado, como estático y perfectamente entendible: para ellos, cada movimiento implica descubrimiento y novedad. Para mi, tanto el camino como el vuelo, plasmados a través de esos pequeños espacios de cristal o de lexan representa un vínculo indeleble con mi lado inquisitivo e infantil: siempre esperando la sorpresa que me aguarda en cada movimiento: el mundo es demasiado vasto para consumirlo por completo a través de una corta vida humana.

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